Practicar el escapismo es algo que vengo aceitando en mi cuadriculado cerebelo, pero qué difícil.
No difícil por el esfuerzo concreto y directo, sino por esos lazos que, cuando los estirás parecen que te hacen retroceder y comprimir contra la pared del dominio social.
¿Pero si somos seres sociables porqué escaparse?
Porque a veces las doctrinas sociales que se forjan son simulaciones de algún titiritero descentrado o simplemente fruto del miedo al que dirán (u otros tantos otros prejuicios infundados y bien arraigados).
Porque hace falta tener y practicar un pensamiento crítico para poder abstraerse de la realidad armada y ver si lo que hacemos está bien o mal.
Mil moscas no pueden estar erradas, pero mil humanos si.
Una de las cosas que nos cuesta asimilar en nuestra familia son las fechas de los regalos, estamos un poco hasta las barbas de ponernos a pensar que llevar de regalo a cada agasajado. Porque sí, porque hay que regalar y porque no hay que llegar con las manos vacías, porque no basta con festejar todos juntos, porque la culpabilidad de no llevar nada es más grande que la reunión en sí, porque los prejuicios nos dominan.
Hay personas a las que les nace espontáneamente "eso" de regalar y lo mejor de todo es que aciertan, pero en nuestro círculo somos un poco desagraciados con esas cuestiones.
"Yo les doy plata y que se compren lo que quieran".
Pero por más que no nos guste, nuevamente llegan esas fechas en las que hay que regalar y empiezan los retorcijones y el escapista se siente acorralado.
Día del niño, tercer domingo de agosto de 2016 (porque en primer domingo, como era antes, los papás todavía no cobraron el sueldo). Ese día extraño en que muchos se vuelven locos por ir a comprar un juguete "plasticoso" que se degrada en 2 horas, pero que dura una eternidad, ese día por suerte o valentía, en casa fue diferente.
Eran las 10 de la mañana cuando se despertó y caminando como pingüino zombie apareció nuestra pequeña por la puerta de la cocina.
- Buen día! - Le dije.
Y me miro a través de los párpados pegados y sabiendo que no habría respuesta agregué,
- Feliz día del niño, ahí afuera está tu regalo.
Los ojos se abrieron, apareció una sonrisa y el sueño desapareció en milisegundos.
- ¿Dónde? - Preguntó buscando una caja forrada en papel metalizado resplandeciente con un moño exuberante.
- Ahí, adentro. - Y le señalé eso, un balde negro de albañil.
No voy a negar que me miró con sospecha de una broma, pero se animó y caminó hacia el balde, miró adentro y dijo:
- ¡Arena!
Se acomodó en un lugar en el patio y jugó durante horas con arena, hizo guisos y sopas, le puso un poquito arriba del lomo al perro que vino a husmear y también hizo llover en todo el patio. Toda una hermosa milanesa.
No hacía falta mucho, o sí, tener empatía, que no se compara con nada.
Y así fue como el escapista sintió que, aunque sin escaparse, una hebra de sus ataduras se había soltado y había logrado mantener vigente esa actitud que lo marcaba a fuego.